Hay muchas cosas que le quiero agradecer a mi abuela que tanto tiempo pasó conmigo durante mis primeros años, y entre ellas me quiero centrar en una muy especial, una de cuya importancia no fui consciente hasta momentos recientes, y es el testimonio directo que me transmitió de la historia. Mi abuela era muy habladora y desde que yo era muy pequeña, me contaba sus recuerdos, su vida. Siempre lo hacía desde la alegría y yo recibía con toda la naturalidad algunas cosas que, cuando las repaso ahora, me estremecen.
Mi abuela nació justo hace un siglo en la antigua Checoslovaquia, sus primeros años transcurrieron en los "felices años veinte", aunque para su familia, por lo que me contó, no lo fueron tanto, ya que tuvieron que luchar contra la adversidad, viviendo en una habitación de unos 10 m2, con un aseo en el pasillo, compartido con los demás vecinos. Cuando mi abuela tenía 7 años, sus padres finalmente decidieron irse de la capital, al pueblo de mi bisabuelo, a tratar de prosperar regentando una pequeña tienda de comestibles, tratando de sobrevivir a la crisis después del crack del 29.
A los 11 años mi abuela enfermó, estuvo débil, y como la escuela secundaria estaba a 20 kilómetros de su pueblo, por su bien - el físico, el único importante - la ingresaron durante un año en un internado de monjas muy lejos de su casa dónde se ahorraría los traslados diarios. El internado contaba con estrictas reglas que supuestamente protegían “la moral” de las colegialas: por ejemplo, no podía asomar ni una rodilla ni un codo de los vestidos, ni siquiera en verano. Además, nadie le dijo a mi abuela que ese año maduraría como mujer. Cuando eso sucedió, mi abuela, como era natural, empezó a preguntar a otras compañeras de su enorme dormitorio común sobre lo que le podía estar pasando. Una de las compañeras finalmente la mandó a decírselo a las monjas, las cuales le regañaron a mi abuela por estar "corrompiendo a las que aún eran niñas".
Mi abuela también me contó que siempre era una ávida lectora, una mente inquieta, pero su familia, sus padres a los que recordaba con cariño, pero a los que describía como emocionalmente distantes, no lo veían demasiado bien, le prohibían leer y después ella lo hacía a escondidas, por la noche, con una vela, estropeándose la vista.
Todas estas cosas, propias de la época de hace 100 años, mi abuela, a pesar de todo, las recordaba como una infancia relativamente feliz. Pero luego llegó el otoño del 38, cuando comenzó la ocupación nazi del país. Mi abuela tenía 14 años, quería seguir disfrutando de la juventud y tuvo la suerte de que su familia no era judía y de vivir en un pueblo donde no hubo apenas batallas ni bombardeos, así que los peores horrores de la 2ª guerra mundial no los experimentó de forma directa, pero aun así, vivió sucesos que, si nos ocurrieran ahora, parecerían de ciencia ficción, y que siguen grabados en mi memoria de una forma más vívida que lo visto en las películas de Hollywood o lo aprendido en libros de historia:
- Para empezar, todos los estudiantes del instituto tuvieron que abandonar el edificio en el que estudiaban para dejarlo para las necesidades del ejército invasor y estudiar en un edificio que no estaba especialmente adaptado para ello.
- Después, prohibieron a los profesores poner la calificación más alta a los que contestaban todo correctamente en los exámenes, solo podían ponerla si los alumnos tenían algún conocimiento extra que no se explicara en clase y solo podían ponerla a 2 alumnos por cada clase... para que la media de notas del pueblo ocupado fuera inferior a la del pueblo invasor que se creía el único puro y válido.
- Al estar en medio de una guerra, los alimentos eran escasos y la administración nazi solo permitía adquirirlos bajo una cartilla de racionamiento. Mi abuela recordaba, como al vivir en un pueblo, conseguían algunos alimentos de “forma ilegal”, una ilegalidad que consistía, por ejemplo, en criar un cerdo y no declararlo a las autoridades, para no tener que entregar una importante parte tras la matanza como “impuesto”.
- El episodio que más me impactó fue cuando mi abuela me contó cómo un día se presentaron unos nazis en medio de la clase de su instituto y llamaron a un chico. El chico salió del aula, después de un rato volvió, pálido y muerto de miedo, recogió sus cosas y se marchó en silencio. El profesor dijo con lástima al resto de la clase que seguramente ya no le volverían a ver nunca.
- Cuando mi abuela terminó el instituto, tenía claro que quería seguir estudiando y aunque, como mujer y de una familia humilde, tuviera todo en contra, quería ir a la universidad, aunque se lo tuviera que costear todo trabajando mientras estudiaba. Pero durante la guerra no pudo hacerlo de ninguna forma, los invasores cerraron las universidades, para ellos no era necesario que los jóvenes estudiaran. Para ellos, los jóvenes del pueblo inferior representaban una fuerza de trabajo físico, así que, cuando terminaban la educación secundaria eran enviados a trabajar en fábricas de armas, a ser posible, en territorio alemán, donde acechaba el peligro constante de bombardeos de las fuerzas liberadoras. Alguien le advirtió a mi abuela que evitara ir a Alemania y le aconsejó que podía librarse de ello simulando una infección intestinal en el reconocimiento médico previo. Mi abuela se bebió entonces un vaso de agua con jabón que le produjo una fuerte diarrea y así se presentó al reconocimiento, sabiendo que, si se descubría la trampa, las consecuencias serían aún peores que ir a una fábrica de armas en Alemania. Por suerte, la trampa coló, mi abuela consiguió librarse de ir al Reich, y fue enviada a una fábrica de armas cerca de su casa donde estuvo trabajando hasta el fin de la guerra. Mi abuela recordaba como una persona joven, que, como todos los demás, carecía de experiencia en trabajar con maquinaria pesada y peligrosa, perdió un dedo durante un descuido y el capataz recorrió la fábrica con ese dedo cortado como advertencia. Aunque la fábrica no estuviera propiamente en el Reich, sino en un territorio ocupado, no se libraban de ser objetivo de los bombardeos - la suya nunca fue bombardeada, pero cada vez que sonaba la alarma antiaérea, mi abuela recuerda como todos salían corriendo de allí, asustados, aunque a su vez, de forma paradójica, lo veían como un descanso extra al aire libre en medio de tanto trabajo esclavo.
- Y después, por fin acabó la guerra y vino la ardua época de reconstrucción que acabó desembocando en otra dictadura, en esta ocasión comunista, sometiendo el país a la URSS estalinista. Y también vino una larga época en la que los supervivientes de la guerra compartieron los horrores vividos. Mi abuela me contó los testimonios que le llegaron de muchos prisioneros de campos de concentración, del hambre terrible que pasaban, de poder ser fusilados en cualquier momento, incluso por encontrarse restos de comida en el suelo y llevarlos a la boca cuando tenían que estar trabajando hasta la extenuación. Me contó la historia de un médico judío de un campo de concentración que, tras la liberación, aconsejó a los demás supervivientes empezar a alimentarse muy poco a poco, ya que hasta volver a comer en cantidades normales podía matarlos tras la inanición extrema a la que les sometieron los nazis.
Me resulta muy valioso este testimonio en el presente, en esta época post-covid, tan llena de desencanto por la inflación, por las crecientes desigualdades, por la saturación de estímulos entre los que cuesta ver lo importante y la promoción de unos dudosos valores que nos convierten en máquinas de consumir cada vez más de aquello, con lo que las agencias de publicidad consiguen tocar nuestra fibra sensible.
En esta época resulta muy fácil dejarse seducir por ideologías que lo polarizan todo, que ponen el acento el “nosotros buenos - otros malos, peligrosos, menos valiosos”, convirtiendo el lema “Make America great again" en más importante que la vida de los individuos que viven en esa América, o sembrando en la conciencia colectiva “importantísimas” preocupaciones del tipo “España se rompe” o “los menas son una fuente de delincuencia”.
Me pregunto si los adeptos de estas ideologías no han tenido abuelos y abuelas, padres y madres, que les transmitieran testimonios, en España, por ejemplo, de la guerra civil. ¿O es que las han olvidado o han querido olvidarlas? Y los ciudadanos de Israel, descendientes de muchachos como aquél al que los nazis arrancaron de su vida juvenil en un instante, ¿no se compadecen de lo que su país hace con los habitantes de Gaza y consienten que se les trate como infrahumanos, por no decir, como una plaga? ¿Es que nadie se molestó en transmitirles a los más jóvenes del mundo la historia de sus antepasados ya fallecidos, con tal de protegerlos del sufrimiento? ¿Pero, a qué sufrimiento nos llevará olvidarnos de los peligros del odio, de creerse superior, de no reconocer la condición humana de toda la humanidad y creer que ésta sólo le pertenece a unos, pero no a otros, en función del lugar del nacimiento?
Si algo de esto te ha conmovido, tómate un tiempo para investigar o rememorar la historia de tus antepasados, hazlo por concienciarte de la importancia de promover la inclusión, la tolerancia, la igualdad y la solidaridad, aunque algunos traten de tachar estos valores de “patrañas de extrema izquierda”.
María Olsanska
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